Por Juan Pablo Neyret
No deja de ser un lugar común —y pensar que alguna vez fue un neologismo—, pero la palabra más cercana es: fellinesca. Uno bien puede pensar en “la gorda de Amarcord”, como quedó grabada aquella mujer en el imaginario popular. Pero también recordar a Marianne Sägebrecht, la protagonista de la trilogía “Mi dulce bebé”, “Café Bagdad” y “Rosalie va de compras”. Hoy no está bien visto hablar (a pesar de Fellini) de “la gorda” pero ante todo no sería la definición correcta para ella. Hay mujeres y mujeres (el cronista no descubre nada), y entre ellas las que en efecto son voluminosas. Esto lleva a pensar inmediatamente en el físico, y a ella le cabía, pero cuando se es una grande —valga el término— el volumen también abarca la inteligencia, la belleza, el encanto (dos cosas que no son la misma) y la excelencia para el oficio y la vida. Porque a mí no me quitan de la cabeza que esta mujer no se escapó de una película saltando de la pantalla para hacernos mejores a todos. Ésa fue su misión en la vida. La de la Tuti, para quien su nombre, Aurora, había pasado a ser un apodo, como ocurre con esos otros que se ganaron su grandeza a fuerza de poner el cuerpo (vgr. Charly, Diego, Evita). Y vaya si lo ponía la Tuti Chiriello, que nos dejó un poco más solos —si no bastante— el 6 de enero, como si los Reyes hubiesen enloquecido y, en vez de colocarla sobre nuestros zapatos, se la hubieran llevado.
La Tuti era una topadora en todo el sentido de la palabra. Se había anticipado a los Redondos cuando cantan “nada ni nada ni nadie nos puede parar”. Trazó una huella que el tiempo sabrá medir con más justicia aún en la carrera de Bibliotecología de la Universidad Nacional de Mar del Plata como docente e investigadora, en la Biblioteca Pública Municipal “Leopoldo Marechal”, de la cual fue interventora en 1990, en la Biblioteca Pública Municipal “Jacobo Amar”, que forjó y llevó adelante (¿y qué otro nombre podía tener una biblioteca donde estuviera la Tuti?), y en su tarea como Directora de Museos de la Municipalidad.
Imaginemos ahora una mujer, en efecto, voluminosa —quizá por todas las mujeres que habitaban en ella—, incapaz de pasar inadvertida con su portentosa humanidad y, por si ello fuera poco (y adelantándose a lo que las chicas de hoy y sus peluqueros creen haber inventado) con el cabello furiosamente rojo, corto en su caso y ardiendo hacia arriba como una llamarada. Dotémosla con un vestido azul francia. E imaginemos a un periodista a quien envían a hacerle una nota (aclaro que no hablo de mí). El redactor es recibido en su despacho por tamaña y semejante mujer ante la que se queda azorado, atónito, alelado y siguen las aes. Consecuentemente mudo, empieza a balbucear la primera pregunta casi sudando. Para resumir, de vuelta en la Redacción nos contó: “a los cinco minutos ya estaba enamorado de ella”. A la Tuti le bastaba con ese privilegio del idioma castellano de a la vez ser y estar, desplegar no sólo su adoración por las palabras sino también su modo fascinante de decirlas a la vez que hacerlas visibles con uno, cien, mil libros. (Ella misma era una incunable.) Sumémosle su sabiduría, ternura y pasión. Vamos, señores, ¿quién no iba a caer rendido ante su en-canto de sirena? Frente a ella todo varón era Odiseo.
El mundo es ancho y propio
Me reí mucho cuando mi compañero contó la anécdota post-entrevista porque yo ya conocía a la Tuti. Ella era docente en Bibliotecología cuando, arrimando a los 20 y cursando Letras, me la presentó uno de sus grandes amigos y uno de mis grandes maestros: Ignacio Zuleta. El Gordo —porque con él no vamos a andar con eufemismos y así lo conoció toda la Facultad de Humanidades— siempre tuvo ese don de crear lazos, y además y ante todo, aunque sin pronunciarlo jamás explícitamente, hacerte dar cuenta de que “si no conocés a (colóquese aquí el nombre de las grandes personas que han forjado Mar del Plata desde los 70), no existís”. Pero el tipo lo hacía con un estilo que jamás sonaba impositivo sino que presagiaba el descubrimiento de una nueva galaxia. Así fue como me vinculó con la Tuti.
No voy a mentir diciendo que fui su amigo. No llegué a tanto. Pero sí, y es uno de los dones que agradezco como Borges en su “Segundo poema de…”, pude estar cerca de ella. Ya mencioné que era imposible que la Tuti pasara inadvertida por su aspecto. Pero tampoco dejaba de tener visibilidad en su carrera y en la facu toda porque, como ya lo dije con otra palabra, era una tolva. Clase que se daba, proyecto que se desarrollaba, congreso que tenía lugar, idea que se disparaba —siempre las más originales, o digámoslo con todas las palabras, las más políticamente incorrectas—, ahí estaba y era la Tuti. Funcionaba como el primer motor aristotélico pero nada de inmóvil: por donde pasaba ella volvía a crecer el pasto, y mucho más fértil. Y ahora creo que incluso por encima de todo lo anterior, me atrevo a decir que arribo al centro de mi inefable relato: la Tuti reía y sonreía. No tengo recuerdo alguno de haberla visto enojada. Se habrá cabreado y habrá sufrido como todos, pero insisto que a mí sólo me transmitía polenta y cariño y ganas de saber.
Volviendo a Ignacio Zuleta, como buen mendocino era afecto a invitar a docentes y alumnos a su casa de la calle Funes a unas parrandas inolvidables donde se charlaba, cantaba, hasta bailaba y, por supuesto, comía y bebía. Esas reuniones fueron el disparador para que, allí o donde fuera nos juntara el destino, la Tuti y yo reinventáramos el mundo, hiciéramos correr los etilenos y compartiéramos más risas y abrazos. Claro que abrazar, lo que se dice abrazar entera, a la Tuti, era imposible. Hermosamente imposible porque no se trataba únicamente de lo físico sino, y no me cansaré de repetirlo, de abarcar a todos las mujeres que en esa “mucha mujer” convivían y convidaban a creer, mucho antes de Benigni, que la vida es bella. Imparable la Tuti. Tan topadoramente imparable que puedo enunciar como verdad absoluta que su partida física apenas la puso en pausa.